No era nuestro el reino, sino el exilio.
Una casa cercada por la luz primera, vigilada en el amanecer.
El camino se abrió, pero no era primavera.
Las gotas caían desde lo alto, mudas, incomprensibles.
Hablé de criaturas rápidas, ansiosas, que olfateaban visiones.
El camino se cerró, la nube siguió su curso,
y la corriente nos llevó, arrancando hojas al mundo.
Cantábamos:
“Miren sus piernas endurecidas por el dios de las alucinaciones,
miren el amor desde la cima de su risa”.
Enloquecimos.
Primero con el canto de las aves, luego con el aire inquieto bajo sus alas.
El hombre, frágil y voraz, derriba árboles en su marcha hacia las tormentas.
Nos encendimos en la memoria del cáñamo,
brillamos desde el exilio,
y convulsionamos al margen del día, ajenos a su orden.
Guardamos el fuego como si fuera un secreto robado.
Proclamamos nuestra la tierra de las ballenas,
su espuma final abandonada en la arena,
el desgarrón de la carne que vuela lejos,
hacia territorios donde los abismos son verdades.
Pequeños suicidas conocen el imperio de la voluntad:
derriban fronteras,
atraviesan la selva siguiendo la luz que huye,
dejan a la noche rota,
su corazón latiendo solo, indescifrable.
La sombra trazó su mecánica en el cielo,
y en su cuadratura vimos el fin.
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