El hierro tiene voz.
Ahí estaba él.
Hermano.
Respirando dentro del átomo.
Sí. Un pez dorado se asfixia en el estanque de tu alma.
No hay corriente. No hay fuga. Todo permanece detenido.
Esto no es deseo: es pornografía.
El morbo, echado del jardín, se arrastra por los pasillos del recuerdo.
Recordé todo al ver el recorte amarillento.
Anunciaba la muerte del primer presidente latinoamericano
sacrificado sin causa. Sin juicio. Solo con la voluntad intacta
de quienes aún creen en el fuego.
Yo miraba el cielo como quien espera una revelación.
Las nubes brillaban: cuerpos lentos sobre la ciudad.
Una ciudad exhausta, que reflejaba su rostro en el vidrio sucio de los edificios.
El mundo era un solo obstáculo. Una dificultad sin nombre.
Mis amigos partieron sin dejar huella.
Busqué en todas las habitaciones del hospedaje,
cada año, cada invierno,
pero no encontré una sola voz que no fuese mi eco.
Un sol gastado me acompañaba en esta empresa sin sentido.
Un oficio absurdo: rastrear las preguntas que nadie responde.
Afuera, el zumbido de los satélites.
Dioses oxidados, colgando del cielo,
vigilando mis pasos con una calma insoportable.
Me recordaban que los quásares —tan lejanos, tan vivos—
siguen enviando luz aunque hayan muerto hace siglos.
Yo también sigo enviando señales.
Palabras lanzadas al abismo como botellas selladas.
Mensajes hacia el otro lado,
donde tal vez aún existe algo.
Un pez de color flota hacia arriba.
Nada en los ojos prohibidos de la vida.