Era la plegaria diaria la que encendía mi hogar.
Tuve un nombre en cada estación donde habité la calma.
Retorno ahora al territorio donde las banderas no han dejado de flamear.
La selva respiraba nubes cuando la piel era prisión amada.
Supe entonces la forma de su revelación:
los troncos roídos por los años crujían su cansancio,
ardían en ellos los albores de un sueño próspero,
inimaginable para el corazón terrestre.
Así, instalado este régimen de dulzor incomparable,
la caricia era obligación absoluta llegada la primera estrella.
Cuando esta casa tuvo su primer habitante,
preguntaron las voces la causa de sus cimientos,
el nombre de una deidad desconocida entre los jardines abandonados,
el aleteo ensordecedor de la primera migración.
¿Para quién levanta este imperio el sol cada mañana?
Sus días atravesaron los campos donde la muerte
cuidaba sus primeras criaturas tibias por la añoranza.
Para cuando el sol cayó,
esperaba el regreso de las aves que migraron,
el conocimiento del mundo en su primer graznido.
Su primer amor, sumergido en el aire, atendió su primera pregunta:
Aleteo de aves.
Tu primera palabra.
13
El deleite gira en los ojos de los escogidos, un hilo dorado que arde rojo en la cúspide de los templos que se disuelven. El amor se hunde, coral suspendido en la espera infinita. Los peces se multiplican en la conciencia líquida del dios caracol. Todo se pierde en la memoria subterránea de los hongos, en la risa hueca del caparazón. Una y otra vez arden en la dicha, una y otra vez vuelven polvo, una y otra vez destellos de luz ultravioleta.