TRACCIÓN A SANGRE
Josefina tiene seis años y observa el incomprensible aleteo de su hermano, que tiene tres y no habla: aletea. Gira sobre su eje.
Ella ha visto eclipses, solsticios, ecos de luz, claros de luna, lunas de sangre, cometas opacos y meteoritos amarillos. Oscare, la sucesión de pixeles que se mueven en el rectángulo de carbono. Agarra un objeto transparente y lo estudia a contraluz. Toma una pelota entre sus dedos y la rebota suavemente contra el piso. Es un pequeño científico de la gravedad.
Es asperger, diagnosticaron. A veces nos mira, a veces sonríe. Su mejor amigo es Pocoyó.
No se necesita demasiado, con frecuencia basta una erección. Tal vez por eso mi padre no tuvo padre. Pero desde su orfandad hizo crecer algunos cultivos: saluda al entrar, lee las letras pequeñas, mira el semáforo. El tesoro no está en el mapa. Un pedazo de pan es para todos. Toda mujer es sagrada. Emplea la música como perfume. Por eso no envejece y sus pensamientos son plegarias que aterrizan y se mezclan con las canciones de Peppa Pig. El reto es ecualizar ambas frecuencias. Todas las frecuencias, especialmente las del niño, en apariencia disociado de este mundo (aunque lo más probable es que no tenga nada que decir).
En estas circunstancias es cuando ocurre el encuentro: el pequeño ángel explorador de gravedades frente al respetuoso silencio cargado de pureza de quien ya tiene al planeta a sus pies, esa absoluta seguridad en el puchero diminuto de un amor gigante: pedazos de eternidad en el corazón del universo, dos rostros de un mismo cielo, la fiebre ondulando en un hilo de luz.
Cuando uno de ellos no está, soy un cristo colgado de un solo clavo.
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