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No poder detenerse a pesar del cansancio, del mismo acto de ocultarse, tras la saliva, hasta irritarse la garganta, como si tan solo al final del día salieran hormigas a ver la luna, a ver si cae, un bello anhelo por el cual sobrevivir. Pero de nuevo antes que el viento nos levante la casa que no tenemos, los hijos que aún no han llegado, la comida fría por siempre, por capricho, miramos sin mirar. Porque la estupidez es única y la mayoría de veces me recuesto con ella para que me abrace, como si yo fuera su sombra oscura. Para seguirla con la fidelidad que nunca tuve a la hora de ver crecer el amor en mis brazos y dedos, uno a uno. Aún así nos acompañamos, directo a ninguna parte a paso firme con los tobillos doblados por las equivocaciones, por las instrucciones impuestas a la hora de la felicidad, a la hora de creernos el cuento, a la hora de los lobos y el festín primario. Aunque tu y yo no querramos tenerlo presente, todo camino esta lleno de sangre, la normalización de mi violencia tímida y certera contra la profundidad de mi corazón, sobre todo cuando pienso en la desesperación de los ferrocarriles, en sus rieles, en su grito horizontal, huyendo por las montañas, sin dejar de pensar en lo que no hace pero moviendo cada pedazo de metal que duele más que la carne viva. Cuando no sabes y no te importa, si el día se lleva algo o deja mucho que ver, escombros y más escombros de luz. Tras el último movimiento del sol en la cúpula celeste que empieza a romperse lentamente, como nos pela la vida, como si pelara una manzana o una mazorca, para encontrar el nervio dulce con el que no queremos dar.