[243]
Así son nuestras canciones de amor, así nuestro paso descoordinado; gritamos toda la noche, hicimos la noche en realidad mientras todos huían. Las avenidas de Lima ardían en la garganta de los grandes hombres que pronto desaparecerán, invisibles en cada palabra de las niñas hermosas. Uno se pierde con facilidad entre las luces de los edificios, uno anda perdido siempre entre los ojos de una mujer desconocida que sonríe desde su propio derrumbe, faro solitario en la madrugada del mundo. Uno aprende a reconocer un abismo a grandes distancias, aprende a saltar desconociéndolo todo, a caer con la calma de quien por fin recuerda su origen, y el ruido del cuerpo cayendo parece una plegaria mal pronunciada.
[I65]
Poder sobre todo acto mágico, inalterable ante los ojos humanos, se enciende el aliento de hojas secas y polvo. Esta región tuvo un lenguaje parecido al de la piedra, y los frutos se abrían para devolver aves a las corrientes invisibles del nuevo día —cierto para algunos, inalcanzable para todos—. Entonces era un ruido delgado, una distorsión de colores, un espesor de calma cuando todos, vencidos, anhelaban un resplandor, un incendio más allá del instante del que son soberanos. Mi patria de sombras chinas me hablaba del fuego y sus guardianes, de las cenizas que huían al iniciarse las danzas; todo era inédito para mí: la voz que traía un dulzor inexplicable, el último alimento antes de que caiga la ceniza encendida, el sol llegando ciego y severo, el último hombre balanceando el universo en su pecho, como si aún fuera posible contener la claridad.
[829]
Si al menos fueran frecuentados por alguna luz, nada tendría que nombrarse. Inútiles las formas en que nos entregamos a la deriva, inútiles los cuerpos que se hunden en los océanos sin remedio. Ahora este imperio de niebla y figurillas de humo se disuelve. Lejos de aquí era posible esa calma, pero otro mar es el que sueña, otras las aguas en las que se ahoga, otro el fuego que nos pronuncia cuando ya no queda boca, ni cuerpo, ni distancia.
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