¿Qué ruido expulsa una garganta en escombros? ¿Se puede hablar sin tener voz? ¿Cómo canta quien no pronuncia? Hasta hace unos tres años, cuando el viejo trovador aún podía salir a escena, esas interrogantes se respondían con escalofriante obviedad: porque es un fenómeno popular, porque es inmortal. Y aunque su inmersión en el alcohol era el otro lugar común que explicaba el colapso, escucharlo tenía el morboso atractivo de ver una herida abierta que se abría en carne viva: no estaba haciendo play-back. Aquel aparato fonador en ruinas alguna vez había sido una fuente cristalina de tesitura amplia, exquisita, poderosa.
“Dios, si en tus enojos decides castigar al que ha cantado cuando haya quebrantado tu ley santa, siembra abrojos debajo de sus plantas […] pero déjale voz en la garganta porque bien sabes tú que aunque todo lo sufra humildemente ya no podrá vivir si ya no canta”, oró durante su última aparición antes de entonar “Seré”, biografía cantada que Pérez Botija le compuso con aroma a incienso y epitafio: “Un día llegará que ya / de tanto que canté de tanto / mi voz ya no será mi voz / mi canto no será mi canto”.
-Yo que fui tormenta-
Lo más probable es que haya nacido con un puñal en la espalda. Pero el gran accidente ocurre cuando Pepe Sosa (22) se convierte en José José, acontecimiento que ocurre en 5’21”: la longitud de onda del representante de México en ese histórico festival empieza casi susurrando “qué triste fue decirnos adiós” y termina con los pulmones inflamados de pólvora y sangre con un “he podido ayudarme a vivir / he podido ayudarme a vivir” que eleva a clásico instantáneo ese puñado de palabras escritas por Roberto Cantoral.
Ese 25 de marzo de 1970 el jovencito de Clavería se convierte en la memoria musical de México. La frecuencia es uniforme y de rango completo. El timbre es ligero. La transmisión de sus agudos es perfecta. El muchacho separa los labios y la onda electrocuta el aire. Traza un arco de barítono inalterable. La dicción precisa. Que se discuta si es tenor porque el alcance de su voz de cabecera declina en las notas altas, hacia el sí o do de pecho, es un asunto menor cuando hablamos de quien esa noche estaba convirtiendo su garganta en parte de la educación sentimental de Latinoamérica.
“Yo soy nada más que la bocina”, respondía sin que le pregunten por los cimientos líricos sobre los que hacía crecer su voz dejando más que expuesta la solvencia de José María Napoleón, Camilo Blanes, Juan Gabriel y muy especialmente Manuel Alejandro. Con 120 millones de long plays vendidos, en torno al príncipe de la canción orbita la élite: Lani Hall, Plácido Domingo, Julio Iglesias, Roberto Carlos, Pedro Vargas, Libertad Lamarque, Valeria Lynch, Pepe Jara. El lado B del disco está hecho de entradas y salidas de centros de rehabilitación, la muerte de su primera mujer, tocamientos indebidos a la caja de caudales y el precipicio de su voz. Es decir, de su reino.
-Volcán apagado-
“Yo aprendí a vivir hace 15 años, los mismos que tengo de sobriedad. Aprendí a decir que no, a no dejar que me usen. Pude haber invertido en un negocio y no pasar lo que estoy pasando ahora. Nunca imaginé que me iba a quedar sin un centavo. ¿Dónde está el dinero que gané? Solo Dios sabe”: escalofriantes declaraciones del cantante iberoamericano más grande de todos los tiempos al presentar su libro “Esta es mi vida” (2008), una estrella atada a un gen paterno que murió abrazando una botella.
Pero el cataclismo vino antes. Cuando su ex esposa Ana Elena Noreña confiesa su paso por las drogas, la prostitución y el intento de asesinato a sus dos hijos. Entonces el astro se transforma en un conversador ininteligible y diminuto. Pasto del cotilleo rosa de los medios, atravesado de rupturas de fémur, con una esposa cuyo infarto cerebral lo precipita: el príncipe no tiene seguro de salud, oferta su mansión de Miami y vive vendiendo su firma a 7 dólares junto a sus discos en un quiosco ambulante, cortesía de Sony Music, mientras un adenocarcinoma pancreático no operable hace años que hacía su trabajo: medio cuerpo paralizado por la enfermedad de lyme, dificultad para respirar, falta de aire en pulmón y tráquea, sin poder cerrar los ojos ni comer, atacado por la bacteria diabética bell’s palsy.
Así llegó el temible informe oncológico de hace unos minutos.
“Cuando perdí la voz por primera vez pensé en el suicidio, me metí la pistola en el paladar y no funcionó”, dijo en julio del 2013. Y ahora, en medio del sostenido bombardeo de la radioterapia, desinflamantes, cortisona, broncodilatadores e insulina, el milagro de su existencia se eterniza. Porque el alma no se vacía como el cántaro en la nube (aunque el sentimiento es humo y ceniza la palabra).
Czar Gutierrez
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