Tengo un idiota dentro de mí, que llora,
que llora y que no sabe, y mira
sólo la luz, la luz que no sabe.
Leopoldo María Panero
OH SÍ PEQUEÑA, ANDA, DISPÁRALE AL SOL
Llegaste tarde. Pero el cielo seguía ardiendo. Como un dios ciego que no sabe cerrar los párpados.
Desatamos las botas. Nos hicimos ligeros. Ian también lo fue cuando la bala le borró el nombre.
Bailamos toda la noche.
La oscuridad nos tragó cuando cruzamos las ventanas del edificio Ford. Tapiamos todo. Nos borramos los rostros. Nos hicimos sombra. Afuera, la ciudad ardía.
Trepar tu cuerpo fue trepar el árbol de mi infancia. Alto. Más alto. El vértigo olía a sangre.
Las imágenes se deshicieron. No hubo testigos.
Huesos rotos.
Sueños intactos.
—Ian, enciende la radio—.
Los bombardeos sobre Berlín están por comenzar.
El cielo se abre en un aullido metálico.
Ese árbol sigue meciéndome en sus ramas. Su corteza respira.
Nos vimos cuando ya habían retirado los cuerpos.
Los flashes nos devolvieron algo de vida. Por un segundo fuimos historia.
Nos envolvimos en periódicos viejos, en noticias muertas.
El humo ascendió, desafiando la gravedad del choque. El aire se llenó de cenizas y ratas.
—Qué hermosa es la materia dispersa de los cuerpos—.
El alma tiene una forma exacta cuando huye. Una sombra mordiéndose la cola.
Último aliento.
La exploración es la prioridad. Aunque griten. Aunque escupan los dientes al suelo.
He vuelto.
¿Negociar la guerra? No hubo detalles.
No quieres riesgos. La casa nos odia. Sus rencillas mastican las paredes.
Dios y los disparos de anoche. Dios y el eco de su cadáver en la escalera.
Pocos inocentes.
Nadie con un hogar al que volver.
Cenaremos temprano. Mientras los cimientos aguanten. Mientras el agua en el techo devuelva el olor de los jardines al colapsar.
Leningrado me hace pensar en los zares. Y en los perros de invierno lamiendo sus huesos.
Hay un país en Sudamérica que no puedo recordar.
Quizá ya no exista.
Quizá nunca existió.
La pobreza de su oro no nos alcanza. Somos mendigos de una ruina que aún no ha sido construida.
La palabra es la serpiente alada, la mujer que muerde los labios de su locura fecunda. Un grito que nadie entiende.
Los niños anudan galaxias a las colas de los perros que arden.
El espejismo humea. Y en su centro, la nada sonríe.
El corazón estalla en la tierra de lo improbable.
La luz traerá de vuelta los imperios donde el aire pesaba.
La copa del árbol que sostuvo al primer hombre. Su cuerda. Su revelación.
El resplandor que sedujo a la bestia que amaba en cavernas.
Esa sombra es mía. Mía. Mía.
Su perfección vacía dibuja mi forma.
El hablante de lo incierto.
—Ian, apaga la radio—.
Los oídos se llenan del cielo con la sinfonía de los bombardeos.
Todo es luz. Todo es sombra. Todo es ceniza.
Desatamos las botas. Nos hicimos ligeros. Ian también lo fue cuando la bala le borró el nombre.
Bailamos toda la noche.
La oscuridad nos tragó cuando cruzamos las ventanas del edificio Ford. Tapiamos todo. Nos borramos los rostros. Nos hicimos sombra. Afuera, la ciudad ardía.
Trepar tu cuerpo fue trepar el árbol de mi infancia. Alto. Más alto. El vértigo olía a sangre.
Las imágenes se deshicieron. No hubo testigos.
Huesos rotos.
Sueños intactos.
—Ian, enciende la radio—.
Los bombardeos sobre Berlín están por comenzar.
El cielo se abre en un aullido metálico.
Ese árbol sigue meciéndome en sus ramas. Su corteza respira.
Nos vimos cuando ya habían retirado los cuerpos.
Los flashes nos devolvieron algo de vida. Por un segundo fuimos historia.
Nos envolvimos en periódicos viejos, en noticias muertas.
El humo ascendió, desafiando la gravedad del choque. El aire se llenó de cenizas y ratas.
—Qué hermosa es la materia dispersa de los cuerpos—.
El alma tiene una forma exacta cuando huye. Una sombra mordiéndose la cola.
Último aliento.
La exploración es la prioridad. Aunque griten. Aunque escupan los dientes al suelo.
He vuelto.
¿Negociar la guerra? No hubo detalles.
No quieres riesgos. La casa nos odia. Sus rencillas mastican las paredes.
Dios y los disparos de anoche. Dios y el eco de su cadáver en la escalera.
Pocos inocentes.
Nadie con un hogar al que volver.
Cenaremos temprano. Mientras los cimientos aguanten. Mientras el agua en el techo devuelva el olor de los jardines al colapsar.
Leningrado me hace pensar en los zares. Y en los perros de invierno lamiendo sus huesos.
Hay un país en Sudamérica que no puedo recordar.
Quizá ya no exista.
Quizá nunca existió.
La pobreza de su oro no nos alcanza. Somos mendigos de una ruina que aún no ha sido construida.
La palabra es la serpiente alada, la mujer que muerde los labios de su locura fecunda. Un grito que nadie entiende.
Los niños anudan galaxias a las colas de los perros que arden.
El espejismo humea. Y en su centro, la nada sonríe.
El corazón estalla en la tierra de lo improbable.
La luz traerá de vuelta los imperios donde el aire pesaba.
La copa del árbol que sostuvo al primer hombre. Su cuerda. Su revelación.
El resplandor que sedujo a la bestia que amaba en cavernas.
Esa sombra es mía. Mía. Mía.
Su perfección vacía dibuja mi forma.
El hablante de lo incierto.
—Ian, apaga la radio—.
Los oídos se llenan del cielo con la sinfonía de los bombardeos.
Todo es luz. Todo es sombra. Todo es ceniza.